Era su novela preferida, la había leído tantas veces que ni lo recordaba ya.
» Cien años de soledad» de la que tenía varios ejemplares regalados o adquiridos a lo largo del tiempo, algunos tenían las hojas ajadas e incluso alguna mancha de chocolate relucía como un adorno más, una pequeña herida de guerra bien merecida por tan hermosa joya literaria.
La tarde lluviosa de otoño, o quizás la hora que invitaba a la siesta hizo que fuera quedándose dormida hasta que el libro resbaló de sus manos y fue sumergiéndose en uno de esos sueños que llamaban lúcidos
Se vio a sí misma paseando por Macondo, por las calles que se resquebrajaban a su paso, el tiempo no se había detenido, al contrario, parecía haber acelerado la destrucción de aquel lugar donde nunca dejó de llevarse a cabo la maldición de los Buendía, ese espacio donde permanecían prisioneros a merced de la soledad
Pudo ver al patriarca atado al árbol donde pasaba sus últimos días atado al olvido, a Úrsula tejiendo tras la ventana mientras sentía la lluvia caer observando con sus ojos sin luz, al coronel Aureliano con el frío metido en el cuerpo y las axilas empedradas de golondrinos, a Amaranta con sus atavíos de viuda penitente.
En un recodo pudo asistir al milagro de Remedios la bella levitando hasta el cielo.
Todos y cada uno de aquellos personajes que desde niña conocía la miraban sin ver antes de que todo su mundo se destruyera y se hundieran en la oscura maraña de su soledad antes de que ella llegará a despertar…